Cuando era chica, de tanto en tanto, íbamos con mi mamá al cementerio a visitar a sus parientes. Casi siempre eran los sábados, cuando estaba lindo el tiempo, y los días especiales: día de la madre, del padre, de los muertos.
Cargaba un balde, una escoba, trapos, algún limpiador, las flores inevitablemente sacadas del patio de mi casa, y las dos pequeñas monstruas (la más chica no había nacido todavía).
Acá el cementerio queda lejísimo, como para que los muertos sepan que están realmente en el más allá y que no tienen por qué volver a visitar a la gente del más acá.
Bueno, el cementerio de mi mamá queda lejos, el de mi papá (donde estaba su papá) queda a dos cuadras de mi casa pero a ese ibamos poco, con flores compradas y sin bártulos. El otro cementerio era más entretenido.
Llegábamos y al pasar el portón entrábamos a esa ciudad de muertos que de chica me parecía hasta linda. Me daba curiosidad ver las tumbas, los panteones, los ángeles de bronce verdoso, los nichos con flores de plástico, los jueguetes detrás de los vidrios en el nicho de un chico muerto. Ahora suena morboso, pero a los 6 o 7 años (o menos quizás) el mundo es tan sin estrenar que todo parece digno de inspeccionarse y analizarse. Siempre fui así.
Recuerdo que mi mamá se ponía a limpiar y cada tanto me mandaba a buscar agua con el balde para tirarle a la vereda del panteón familiar o, al final, para ponerle a los floreros.
Y ahí me decía “este es tu abuelo, esta tu abuela y este mi tío”. Y esos eran los moradores que había en el edificio de doce departamentos.
Después, hacíamos una recorrida por el resto de parientes y conocidos, mi mamá actualizaba la base de datos de defunciones que no se había enterado (siempre alguna había) y yo, cuando por ahí se me daba por portarme un poco mal, me acostaba como muerta en las tumbas que había en la tierra.
¡Es que había algunas tan lindas! Parecían camas, tenían adornos bonitos.
Mi mamá me explicó que no lo tenía que hacer más y no lo hice mas. En esa época solía hacerle caso.
Y así, despues del tour, los vivos nos volvíamos a casa y los finados no se iban a ningún lado.
Y cada tanto era el mismo paseo para ver muertos ajenos.
Muchos años después tuve que volver a ir, esta vez con un muerto mio: mi padre. Yo tenía 16 años, la cosa fue de golpe, pero los golpes en serio vinieron después. No por él, sino porque a veces los que quedan necesitan reacomodarse de otras cosas y aprovechan justo ese momento. Yo venía acomodada de antes, para suerte de ellos.
La cosa es que a partir de ahí mi relación con la muerte y los cementerios cambió.
Ya no tenía la curiosidad de una nena ni necesitaba que mi mamá me explicara nada, ya podía pensar por mi misma.
Entonces lo que pensé es que el ritual de ir, limpiar, poner las flores, recorrer los pasillos tapizados de placas no era mi versión de la muerte. A mi me servía más una versión de la vida, recordar quien fue mi padre cuando estaba vivo, putearlo por lo que hizo mal, sentir que me gustaría compartir cosas con él, o pedirle consejos, o preguntarle algo, o imaginar que hubiera odiado a cada uno de mis novios… porque más allá de lo que fueran seguro que él hubiera odiado a todos por el temor a que fueran como él fue de pendejo. Los que hayan sido guanacos de jóvenes están condenados a tener hijas por un acuerdo comercial entre Dios y el diablo.
Volviendo a lo que venía diciendo, reelaboré lo que era la muerte y sus tradiciones para mí.
El día del balde y las escobas mi mamá abrió la puerta y me dijo “vamos”. Le dije que no.
Resumiendo, por un tiempo largo a cada “No” le seguía un drama en el que ella me puteaba porque no entendía que yo no quisiera ir al cementerio porque no quería ir al cementario. Y que eso era una pelotudez de mi parte, etc.
Si alguna vez han intentado explicarle algo a quien no tiene intenciones de entender más que sus razones, se imaginarán como era la situación que les relato. Ella no entendía que yo podía tener una versión propia del ritual de honrar a los muertos que excluyera la limpieza y las flores. Y no es que mi mamá fuera muy religiosa, para nada. No cree en un carajo aunque haya ido a visitar el Vaticano y se haya metido en las iglesias top de Italia. Es una especie de cholula de la cristiandad, si me permiten el término.
Pero volviendo al tema central, yo le expliqué que para mi no tenía sentido hacer todo eso, que si quería que lo hiciera por darle el gusto, lo hacía; pero que mi padre no es un cuerpo podrido que se están comiendo los gusanos adentro de un nicho y tapado con un mármol. Las flores no va a verlas ni a olerlas.
Me mando a la mierda, me dijo “vos siempre con esas ideas raras sobre todo” y se fue.
Nunca más me dijo de ir. Tampoco es que me haya entendido, simplemente le gané a base de terquedad.
Yo no sé si es mejor o peor mi eleccción, si está bien o mal. Es lo que a mi me sirve y no obligo a nadie a que elija lo mismo. No creo que se necesite un lugar específico para honrar la memoria de alguien, me parece que no hay mejor lugar que el alma de cada uno para eso.
Los cementerios, desde lo cultural, me parecen que cumplen con la necesidad de muchos de personificar lo que ya no es, de darle una materialidad inexistente.
¿Para qué los lujosos sepulcros de la Recoleta sino? Son para los vivos o para perpetuar el ego de un vivo cuando esté muerto. O para que la sociedad siga existiendo hasta en ese lugar: si tenés plata tendrás un panteón de mármol y flores frescas; si sos un pobre tipo un nicho cualunque (o una tumba en la tierra, como todavía se ven en los cementerios de pueblo).
La era del cementerio parque llegó para establecer una especie de minimalismo mortuorio de césped y placas. Y hayas sido más o menos rico de vivo, vas a estar igual que el resto de los que abonan la tierra con sus ataudes.
Y si escribo todo esto es porque el 3 de octubre se cumplieron 12 años de la muerte de mi papá y ayer él hubiera cumplido 64 años.
Le gustaba la idea de internet aunque nunca llegó a verla (la compu la compré unos meses después de su muerte), y hasta estoy segura que le hubiera gustado tener un blog para hablar de autos.