Ya sé que dije que mejor dejaba de escribir cosas personales antes de seguir ajusticiando gente vía blog como mi ex 1.0 que leyó lo que escribí de él y se ofendió. Y bueh, que le vamos a hacer.
La cosa es que el otro día hablando con Diego (ex 3.0) me recordó que hoy se cumple un año desde que dejamos de vivir juntos; así y le dije que si le parecía bien si escribía algo de eso. Su respuesta fue “¿Desde cuando vos pedís permiso para hacer algo? 😛 “. Ese chico sabe de lo que habla.
Así que este es mi post conmemorativo “lo-que-salga”:
Suele suceder que uno planifica su vida y hace las cosas por orden como en las películas o en las familias bien: vas al jardín, hacés la primaria, la secundaria, te vas de viaje de estudio, entrás a la facu, te recibís, colgás el diploma en la pared del living o donde sea conveniente que se vea, te conseguís un novio, te casas, tenés críos, fingís ser felíz, ponéle que tenés otro crío y así hasta que tu vida se vuelve algo nubosa debido a la presbicia o las cataratas. Con suerte se morís con una prepaga que te dió algunos remedios como para que le gambetees a la Parca hasta el último.
Pero a mi la vida prolija me dejó de pasar desde que supe que con las compañeras de curso que tenía no daba ni para ir a tomar un helado y ahí comencé a alterar el orden sagrado establecido. A Bariloche no fui.
Me permito una elipsis en el resto de cosas que no hice en orden para hablar de mi matrimonio sin papeles.
Al mes de conocer (si, de conocer) a mi ex 3.0 me le instalé en su departamento. Esa sería la versión machista. También podría decir que surgió naturalmente que me quedara ahí y eso sería más cercano a la verdad. Después de todo nunca discutimos el “te querés venir a vivir conmigo?”, pasó y punto.
Para los dos era una experiencia nueva y rara en muchos sentidos: venir cada uno de una relación que había terminado mal, venir de un desamor profundo que nos hacía desconfiar de esa novedad de sentirnos enamorados otra vez, de vernos tan distintos y sin embargo entendernos bien y tantas otras cosas.
Es lindo cuando te enamorás y al otro le pasa lo mismo y sentís esa felicidad cercana a un estado constante de pelotudez. Pero no lo digo malamente a esto. Al contrario, es observación pura.
Cuando uno se enamora todo parece poco importante menos el amor hacia esa persona… eso es la felicidad pelotuda.
La cosa es que uno empieza a convivir y ese enamoramiento va pasando y se va transformando en una relación que se asienta en lugares más sólidos.
Y acá es justo aclarar: yo, en lo personal, no creo que la faceta del enamoramiento dure 50 años. Insisto con la teoría de Asimov que a los 5 años todos los defectos del ser amado son absolutamente obvios, por lo tanto deja de ser ese príncipe soñado del primer día y, con suerte, pasa a ser un caballero honorable pero terrenal como el que más.
Por otra parte, yo cuento en años de gato, así que 5 años me equivalen a unos meses nomás. Así que si en ese tiempono llegamos a una relación que sienta que me llena empiezo a pensar que no vamos a ningún lado y me dan ganas de irme. Tengo la tendencia a huir de las cosas que no funcionan. La pista es que nunca guardo el bolso en el ropero. Siempre queda por ahí, al lado de la cama.
Con Diego no pasó, porque él me casó/cazó en su casa/caza y no pude hacer otra cosa que quedarme y amarlo aunque me dejara las zapatillas estacionadas bajo la mesa todos los santos días, se negara sistemáticamente a colaborar con lavar platos a menos que lo puteara y tuviera un talento natural para dejar huellas de talco en el piso de parquet.
Las pequeñas pavadas de la convivencia son las que molestan en un principio, pero después son las que más se extrañan. Menos lo de los platos.
La otra parte de la rutina que empieza a crecer son las cosas que hacen del mundo “Nuestro Mundo”.
Son los pequeños rituales de pobre que uno se va armando: ir al súper un sábado, volver y comer todas las cosas ricas, el martes pensar que ya no hay nada que valga la pena en la heladera, ir a alquilar una peli y sumarle pizza y helado que se comerán religiosamente en la cama porque no nos joden las migas en las sábanas, quedarse charlando de boludeces de todo tipo hasta que se hace de día, empezar todo otra vez al día siguiente. Las pequeñas delicias de generar esa intimidad que no se da con amigos ni con la familia por más cercana que sea. Es la intimidad que da saberse en un lugar propio y creado a gusto de uno.
Sin embargo, en algún momento indefinido las cosas empiezan a fallar y alguien cambia.
Ok, si, lo sabés, fui yo la que cambio y que empecé a pensar que ya no te quería.
El asunto es que cuando una parte deja de sostener eso que se hace de a dos, el castillo empieza a caerse y se abre un abismo profundo en donde los que se amaban pasan a ser dos que se miran de lejos.
Se sufre en silencio, se calla lo que debería decirse, se miente (a uno mismo, al otro, a los otros).
Es la parte en donde sufrís como un perro y no sabés que hacer: si quedarte, irte, dejar que todo siga en piloto automático; y donde te hacés consciente que hay una casa armada a medias que también va a sucumbir al terremoto de una separación. Solo quien pasó por esta experiencia sabe lo doloroso que es.
Desmembrar una casa en donde todo se eligió para vivirlo de a dos, ponerse a recordar quien compró tal o cual cosa, elaborar el duelo de las colecciones de libros comprados juntos que ahora se van a tener que quedar con uno.Y no es por el objeto en sí sino por lo que significa, por los recuerdos que nos trae a la memoria al momento de arrancarlo de ese rincón perfect que le elegimos para que quede mutilado en un lugar cualquiera donde va a estar tirado, donde ya no va a ser lo mismo.
A mi me dolió mucho esa parte. Me gustaba el hogar que habíamos armado y la que se quedaba del lado de afuera era yo.
El que se quedaba del lado de adentro a vivir en un cementerio con un montón de cosas mías era él. Ninguno la sacaba barata.
Si algo tuvimos y tenemos es ser gente civilizada: nunca nos peleamos, ni siquiera en aquel momento.
No hubo la típica escena de la pelea por la licuadora (que es de él) o por el microondas (que es mío). Salomónicamente decidimos sin hablarlo que él se quede con todo lo que necesite mientras viva en Córdoba y veremos como nos acomodamos cuando se vaya.
En mi corazón su casa es mi casa, porque fue una casa que hicimos juntos. Fue mi primera casa mía y la quiero por eso.
No es como la casa donde vivo ahora con mi familia donde las cosas no las elegí, no tienen una historia divertida atrás, no son sacadas de una travesía por un híper un sábado lleno de gente.
Hoy cada quien hace su vida, él me pregunta por mi novio, yo le pregunto por su club de fans y seguimos queriéndonos y respetándonos porque la pareja terminó pero el afecto hacia el otro sigue estando ahí y quizás más fuerte que hace un año donde todo estaba mal en la relación.
Fue un año que pasó rápido y también lento, según mi ánimo, mi dolor, mis ganas de llorar, mis momentos de nostalgia, de extrañar, de dudar si había hecho bien, de replantearme cosas, de decidir qué quería para mi…
Diego, te prometi este post pero no da para poner las fotos que me mandaste. Quedan en mi compu para repasarlas la próxima vez que me disponga a abandonar a alguien 😀
Como cierre, una canción que me recuerda mucho a todo esto: Sin saber que decir, de Ariel Rot con Amaral (no hubo forma de subirla a Ovi, así que va un video feo de You Tube).