Home > Relatos y leyendas cordobeses
Corría el año 1885, año en que se implantaba la Ley Nacional del Servicio Militar Obligatorio. Además en ese mismo año, Leopoldo Lugones fundaba el primer Centro Socialista.
Por esos tiempos, todavía Córdoba se alumbraba por las noches, con farolitos a gas de carburo de calcio y la ciudad se constituía en una aldea esencialmente religiosa, que se acostaba con murmullos de rezos y se despertaba al tañer de las campanas de sus iglesias.
Se vivía en una época de duendes y fantasmas. La superstición o la credulidad del pueblo, se entremezclaba con creencias esotéricas, donde proliferaban sucedidos y leyendas que corrían en las tertulias familiares llegando esos comentarios a atemorizar las mentes infantiles, hasta en las horas de “las inevitables siestas”, creando duendes y fantasmas, merced al clima propicio de aquella sociedad.
En cada baldío o zanjón, la imaginación de aquellos habitantes creaba un fantasma, nos atreveríamos a pensar. Los lugares mas aprensivos por lo sombrío del panorama, solía ser La Cañada, culpable también de las inundaciones traicioneras.
Fue justamente en La Cañada, especialmente en el trayecto desde Las Cinco Esquinas hasta su desembocadura con él rió, que empezó por aquellos años a aparecer un fantasma, que durante largo tiempo provocó el temor de muchos cordobeses, para después convertirse en una leyenda.
Las características de este aparecido, según los comentarios, de los que decían que lo vieron: “Era movediza, tenía una lustrosa pelada, vestía de blanco y crecía y sé encogía con facilidad”. Tratábase de “La Pelada de la Cañada”. De Pronto se aparecía cerca de la Capilla del Niño Dios (que se ubicaba en la intersección de la calle San Juan y La Cañada), como por las inmediaciones de la vieja fábrica de porcelana, por la calle Rioja.
Tal vez aprovechando la fama de “la Pelada de la Cañada”, sin dudas, habrían aparecido algunos imitadores. Pero lo cierto es, que entre los asaltados por este fantasma, habría un comerciante “turco” que decía se le había aparecido por la fabrica de porcelana. Lo interesante del caso, era que del susto recibido, no podía bajarse del caballo que montaba, y pretendía por ese inconveniente, hacer la denuncia desde su cabalgadura. Cuentan que el comisario no encontraba la manera de hacer descender del animal al denunciante y al preguntarle el “por qué de su actitud”, contestole el turco de marras:
>Pasar señur comesario, que la Belada de la Cañada, ha asustado al caballo mío y ahora no dejar bajar al pobre turco…
Preguntando en la oportunidad el Comisario:
>Usted, ¿no se asunto, amigo?
Respondiendo el turco:
>Yo simplemente ensuciar pantalones, señur comisario.
Para terminar de contar esta anécdota, diremos que tiempo después unos soldados del Regimiento 4 de Ingeniería que tenían sus cuarteles precisamente en la vieja fábrica de porcelana entre la calle Rioja y La Cañada, le hicieron una celada al fantasma. No se sabe si fue el autentico o no, lo que sí se sabe es que le dieron una soberana paliza.
Los Lapachos para los hombres del sur, el lapacho es imagen de dureza y resistencia. Con su madera se fabrica aquello que debe soportar la intemperie y los atropellos de la fuerza animal. Las mejores tranqueras son de lapacho, lo mismo que los bretes y las mangas.
Pero el hombre del sur conoce de éste árbol, solo su madera. Es decir lo ha visto despojado de toda su realidad natal, desnudo en su escueto servicio. Para el que no conoce el lapacho más que en su misión, su principal cualidad es la resistencia y la dureza de su madera que no se pudre.
Y sin embargo no hay cosa más tierna que el lapacho, cuando se lo va a encontrar entre los montes misioneros. Es un árbol esbelto, femenino en su talle. De hojas suaves y luminosas, que el viento mueve casi sacándoles un gesto humano. Su copa se abre allá arriba como un rostro sobre un tronco sin desperdicio y sin espinas.
Y en septiembre, es lapacho es una niña quinceañera. Antes de recuperar sus hojas, se viste todo de rosado en un reventón de flores que regala en abundancia, embelleciendo la geografía que lo acoge. Es el centinela de los montes, que descubre antes que los demás la llegada de la primavera. Lo que el Jacaranda es en azul , el lapacho lo es en sonrojo. El invierno lo despoja de sus hojas pero antes de volver a vestirlo, la primavera le regala toda su ternura que sólo la selva virginal puede entregar a sus criaturas.
Es un árbol que crece lento. No tiene apuros. Sabe esperar en la fidelidad de sus ciclos, viviéndolos uno a uno con intensidad, tanto en sus desnudeces invernales como en sus derroches de vida. Su madera se va haciendo lentamente por eso logra ser tan resistente. No necesita ser descortezado como el quebracho su resistencia le llega hasta la piel. Cuando se entrega, se entrega entero.
Cuando los antiguos misioneros jesuitas construían sus iglesias monumentales, iban a los montes y arrancaban los lapachos con sus raíces enteras, transportándolos con su terrón de tierra colorada adherida a ellas. Y así los volvían a plantar en el suelo, constituyéndolos en columnas que sostendrán toda la estructura del edificio. Las paredes eran de esa misma tierra colorada apisonada en un encofrado de madera que luego se retiraba. Toda la resistencia del edificio, que aguantó siglos, se fiaba a las columnas. Por supuesto para esta misión había que despojarlo de sus ramas. Pero eso le sucede a todo árbol que tiene que cumplir una misión distinta a la de ser simplemente planta. En San Ignacio Guazú y en muchos otros lugares de tierra guaraní, donde estuvieran antiguas y hermosas iglesias, hoy solo quedan en pie parte de esos troncos te “taye”, trozos de columna aún clavadas junto a su montículo de tierra colorada que constituían las paredes. Su madera no se pudre. Poco a poco va saltando en astillas que regresan a la tierra madre, uniéndosela humus fértil que alimenta la vida nueva que nace a sus pies.
Alerta vigía de septiembre,
Ternura de fiesta quinceañera,
Se estrella el invierno entre sus flores
Cubriendo de rosa las veredas.
Mil soles te dieron fortaleza,
Mil noches te dieron su frescura;
Es tuyo el misterio de las selvas,
Del viento y del indio en su espesura.
Tenés corazón que no se pudre,
Lapacho de flores sonrosadas,
Pudor virginal que se arrebola
Guardando tu savia acumulada.
Son parcas las ramas de tus gestos,
Que sólo en la copa se te ensancha,
Dejando que el tronco surja recto,
Igual como surge la confianza.
Tayé te llamaron los antiguos,
Y el nombre, por gracia ha perdurado,
Volviendo a endulzarlo el camoatí
Que busca la miel entre tus labios.
Imagen del alma de los curas
Rara conjunción de tierra y gracia,
Columna sacada de los montes
Y luego de pie crucificada.
Sacado con todas sus raíces
Trajiste contigo tu pasado,
Bravo imaguaré de los antiguos,
Retá con color de sangre y barro.
Hoy quedas de pie sobre las ruinas,
Cual mudo testigo del pasado,
E invitas a todos los que llegan
A ver, a pensar y dar la mano.
Caminaron durante largo rato hasta llegar a un claro.
Los sonidos parecían diferentes y de pronto todo quedó bajo una luz casi mágica; allí, entre una base pedregosa, brotaba un líquido dorado que se perdía en un río salpicado de brillos de oro puro y despedía reflejos en todas direcciones.
Hace muchos años, tanto que ni las montañas abuelas lo recuerdan, un visitante llegó a la tribu.
Según dijo, era sobreviviente de una guerra cruel desatada entre la gente de su padre, un gran cacique, y una tribu de costumbres guerreras. Es decir que era un príncipe y solicitaba amparo, pues no le quedaba nadie en la Tierra.
El cacique ordenó inmediatamente que se le diera alojamiento y comida y solemnemente anunció que sería nuevo habitante de sus dominios. Y desde entonces, cada uno fue aceptando al joven, que con ellos compartía los días tranquilos de la vida.
Pero no se trataba de un muchacho como todos; pasaba largos ratos espiando las chozas de los demás. Juntaba pequeños objetos que encontraba por ahí, no hablaba con nadie, ni siquiera con la hija del jefe, que se había enamorado de él.
Un día, el cacique de la tribu lo mandó a llamar. Invitándolo a conocer los alrededores, prometió mostrarle un sitio secreto, una especie de tesoro.
Caminaron durante largo rato hasta llegar a un claro. Los sonidos parecían diferentes y, de pronto, todo quedó bajo una luz casi mágica; allí, entre una base pedregosa, brotaba un líquido dorado que se perdía en un río salpicado de brillos de oro puro y despedía reflejos en todas direcciones.
El príncipe indio pareció enloquecer con tanta riqueza a sus pies. Agredió repentinamente al cacique, quien cayó al suelo sobresaltado. El joven corrió hasta las aguas, mientras gritaba juntando cuanta piedra podía en sus ropas.
El cacique le advirtió que tuviera cuidado pero, ensordecido por su ambición, el muchacho se internó entre las piedras y desapareció arrastrado por la corriente.
Momentos después, todo era calma en el valle y el cacique, espantado, volvía a la tribu a contarle a su gente la historia del presunto príncipe.
El río se encuentra en el departamento de Colón, a pocos kilómetros de la capital de Córdoba.
Tiene apariencia de oro porque corre sobre lechos de sílex y arenisca, de los cuales los rayos del sol arrancan centelleantes destellos.
Se dice que arriba mismo del Champaquí hay una laguna con aguas coloradas que tiene muchos encantos. Un toro negro de astas doradas que le rebrillaban con el sol y que echa fuego por la boca, la nariz y ojos, cruza las aguas nadando. Y a la orilla, una niña de cabellos de oro, por cierto, hermosa, se sienta, dejando su medio cuerpo de pez en las aguas, y se pone a cantar canciones muy tristes y atractivas, mientras se peina con un peine de oro. Esta sirena siempre se aparece a medianoche y el toro suele aparecer y bramar fuerte a las doce del día.
Cuentan -según Julio Viggiano Esain, en “Leyendas Cordobesas”- que esta mujer, para atrapar a los viajeros siempre está a la orilla de la laguna con la mitad linda del cuerpo para afuera y la otra mitad debajo del agua, y que canta unos hermosos cantos en los atardeceres, envueltos en hermosas nubes, dorada por el sol, y que el viento lleva lejos su canto de sirena.
En una reunión de arrieros se contó lo del toro de astas de oro, entonces uno de ellos, le pidió a la mujer que cebaba mates que le prestara el Rosario. Lo besó y dijo: “Ahurita sí le juro que de volver traigo el toro o no vuelvo más… te lo juro…”.
Ahí nomás preparó su caballo, se colocó los guardamontes, se armó de un largo lazo y sin despedirse de nadie, salió.
-Volvete, Amaranto, volvete…
-No m’hi volver nada…
Amaranto montado toda la noche llegó a la orilla del lago o laguna en la cumbre del Champaquí. Estuvo espiando entre las sombras de la noche. No vio nada, pero se escuchaban unos hermosos cantos de sirena, que emborrachaban de placer al oírlos. Pero no veía nada…
Por ahí, nomás, ya muy de noche y a eso de las 12 vio que del medio de la laguna salía el cuerpo de un hermoso toro, brillándole las astas y echando fuego por los ojos, narices y boca.
Amaranto, ahí nomás, montó en su caballo, se acercó a la orilla, preparó el lazo y cuando estuvo a tiro, largó el lazo al toro, enlazándolo… Cuando el toro sintió el lazo en el pescuezo pegó un terrible bramido que hizo temblar toda la sierra…
Las aguas empezaron a revolverse y a volcarse por la falda de la montaña, inundando el valle…
Amaranto, bien afirmado a su caballo tiró del lazo y el toro pegó otro bramido. Entonces se hizo un gran hoyo en las aguas y en él cayó Amaranto con su caballo.
Cuando la laguna ya volcada en las serranías se secó, no quedó rastros de Amaranto ni de su caballo…
En las primeras décadas del año 1500, después de producirse el derrumbe del Imperio de los Incas, provocado por la fuerza que impusieron los conquistadores españoles que llegaron a América, se produjo la inmigración masiva de esa raza milenaria, rumbo al sur, hacia nuevos horizontes, en busca de paz y tranquilidad, cargando en las alforjas de sus mulas, todo lo que pudieron de sus fabulosas riquezas, desconociéndose hasta hoy su destino. A partir de entonces, los españoles destacaron una expedición al mando de Jaime de Aragón, según datos históricos, hacia la avanzada más austral del imperio; se dice que fue con el propósito de arrebatarles las riquezas y tesoros que llevaban consigo en el éxodo.
Esa avanzada más austral se enclavó en un vallecito atravesado por el río Yuspe, que nace en las Sierras Grandes (Los Gigantes), y coronado al este por el majestuoso cerro Supaj Ñuñu (Seno de Virgen), hoy Pan de Azúcar. Los paisajes, la frondosidad de sus algarrobos y su reconfortante clima la convertían en un oasis, hecho que explica porqué esta raza indígena, pobladora de esta zona, era extremadamente pacífica.
Fue así que en el año 1526 comienzan a llegar a Cosquín, por medio de “chasquis”, las primeras noticias, que desde el Alto Perú venían bajando seres humanos de otros continentes, vestidos con ropas brillantes y acorazadas; ésta situación despertó la preocupación y el alerta los habitantes de ese poblado, los que, comandados por el Camin (jefe), implantaron una severa vigilancia, que duró nada menos que nueve años. “Hasta que una mañana – dijo el historiador Aníbal Montes – de primavera, mientras alegres muchachas se bañaban y jugaban en la desembocadura del Ampato Mayo (arroyo que baja del cerro) se produjo lo que se temía”… ¡Por primera vez llegaban a Cosquín los conquistadores españoles, bajando por el noroeste después de haber pasado por el pueblo de Ayampitín, en pampa de Olaen, hoy en ruinas…!
Durante el primer período de permanencia en dicha expedición de este lugar, los indígenas tuvieron que soportar cualquier cantidad de abusos, malos tratos, explotación y sometimiento de sus mujeres, creando un clima de disconformidad y reacción en Camin Cosquín, hombre alto y robusto quien vivía con una hermosa india llamada Cosco-Ina, su esposa. La belleza de Cosco-Ina despertó la codicia de un oficial español, componente de la expedición, quién no perdía ocasión de cortejar con sus pretensiones amorosas a dicha india. Y fue así que, al enterarse Camin, se enfrentó con el oficial en franco duelo, dándole muerte. La reacción de la patrulla expedicionaria fue inmediata; ordenando la captura del Camin, quien fue perseguido por las sierras varios días. Por la Quebrada de los Leones trepó la sierra y enfiló hacia el cerro Supaj Ñuñu, donde posteriormente fue acorralado. En desventaja para la lucha se defendió arrojando grandes piedras por las pendientes, que tuvieron en jaque a los españoles por varias horas. Esta situación no podía durar mucho tiempo, hasta que al final tomando la determinación más extrema, prefiriendo la liberación a cambio de su vida; tomando por la pendiente en desenfrenada carrera, llega al borde de los enormes despeñaderos ubicados en la ladera norte y, como si fuera un cóndor que inicia un raudo vuelo, con ímpetu se arrojó al vacío, para luego desplomarse en el abismo, donde encontró la muerte, muerte que lo reviviría en el tiempo, como un símbolo redentor de la libertad.
Por unos instantes todo fue silencio. Sólo se oía el viento entre los riscos y el murmullo del arroyo en el fondo de la honda quebrada, donde yacía su cuerpo inerte. Cosco-Ina, con la esperanza de volverlo a ver, permaneció expectante durante varios días, con su mirada hacia el cerro, que con su muda imponencia, parecía dictarle la sentencia de un mal presagio. Entre tanto se producía el regreso de los perseguidores del Camin, con los cuáles esquivó el encuentro presintiendo una mala noticia, que no quería escuchar ni concebir.
Fue así que Cosco-Ina decidió alejarse del lugar encaminándose, hacia las montañas con la esperanza de su amado y escapar juntos hacia otros lugares lejanos donde rehacer sus vidas.
Durante varias jornadas deambuló por los cerros y quebradas, exclamando a cada paso, con toda la fuerza de sus pulmones, el nombre de su hombre, sin obtener respuesta alguna; hasta que en las postrimerías del tercer día, se dirigió hacia la cumbre del Supaj Ñuñu, con el fin de obtener más campo de observación; al tiempo que se derrumbaba esa esperanza y una idea se iba encarnando en ella; encontrarlo vivo, o morir junto a él.
Largo y escabroso fue el sendero que le tocó recorrer, y así, mientras ascendía la empinada cuesta, una ansiedad infinita la impulsaba a subir más y más rápido; cuando de pronto, una bandada de jotes, que planeaban en círculo sobre un punto fijo y al norte del cerro la hizo estremecer, y presintiendo la tragedia, corriendo bajó hasta el borde de los abruptos de los empinados espeñaderos, con el fin de observar mejor, o atraída por una intuición y, agudizando la mirada, pudo ver horrorizada, el cuerpo de su amado que yacía en el fondo de la honda quebrada. Abatida y sin consuelo, permaneció inmóvil durante largo tiempo, mientras el dolor le carcomía el alma, y entrecortados sollozos la ahogaban, la aferrada idea se convertía en decisión: morir junto a su amado y en el mismo sitio.
Ya era muy tarde, el sol en el ocaso caía detrás de las Sierras Grandes, cuando Cosco-Ina a manera de despedida, observaba por última vez su terruño, y en un lastimero y largo grito, exclamó: “¡Camin…! y abriendo los brazos como intentando un planeo, saltó al vacío para ir al encuentro de su amor perdido. Esta vez no hubo silencio. ¡El eco en las montañas repitió por mucho tiempo aquel grito lastimero de Camin… Camin… Camin…! Mientras la penumbra de la noche iba cubriendo con su poncho, aquel lugar. Allá en lo alto, dos cóndores se elevaban circundando el cerro, cada vez más hasta perderse en la inmensidad celeste de ese diáfano cielo de las Sierras cordobesas.
Desde entonces, al llegar la primavera. A orillas del arroyo de cantarinas aguas que vierten del majestuoso Supaj Ñuñu, las acacias rojas se cubren con sus racimos granates, como si fueran gotas de sangre, que se derramaron aquella vez, en aras de la libertad del amor y la fidelidad.