Este texto lo saqué del libro de lectura de la primaria de mi mamá, no sé de que año es exactamente, pero calculo que es de la década de 1950.
Una visita a las caleras de San Antonio
AYER hemos visitado las caleras. Un ingeniero amigo consiguió de la empresa el permiso para recorrer la explotación. En un coche acoplado al tren “decauville” que diariamente acarrea el material hasta la estación de Valle Hermoso, hemos efectuado el viaje.
A cada rato el chirrido estridente de las ruedas denunciaba una curva cerrada, como que contorneábamos la sierra para ir cobrando altura.
‘l’einta minutos después descendíamos frente al lugar de !a explotación, que se practica a cielo abierto.
Sobre la roca desnuda la luz del sol reverberaba con destellos vivísimos, e instintivamente la vista buscaba lugares sombríos donde reposar. El oído sufría a Ia par con el chirrido
incesante de las “zorras” que recorren los rieles tendidos precipitadamente y con el repiquetear fragoroso de !os barrenos eléctricos que rompen los bloques pequeños y preparaban las cavidades donde han de estallar, al anochecer, los petardos.
Los obreros, acostumbrados a la reverberación y al ruido, trabajan activamente manejando con soltura sus pesados hierros. Remueven y cortan unos, los bloques que saltaron en
ias explosiones del día anterior; aprontan otros, nuevas galería; más alla, algunos, retiran vigas y pasarelas, mientras otros las tienden aquí cerca. Diariamente parten para los hornos
decenas de vagones cargados con piedra de cal. Mientras la montaña disminuye paulatinamente, las construcciones de la ciudad se alzan ufanas.
Aqui el trabajo es rudo y las manos encallecen bien pronto. La piedra es difícil de perforar, pesada, y más de una vez un bloque desprendido sepultó al infeliz que no previó a tiempo la desgracia.
Lejos del poblado, al pie de la cantera, viven los obreros en humildes construcciones de piedra blanca que forman un extraño caserío donde, en promiscuidad desconcertante para el que llega de la ciudad, por las puertas se asoman los hombres y los animales domésticos, no faltando, como alegre contraste, en unas toscas macetas, las pintadas flores de unas pocas plantas.
El agudo silbato de la locomotora nos anuncia el regreso. Sobre la cima de la montaña ahuecada, en el punto más alto, he henchido mis pulmones aspirando fuertemente el aire de la tarde. Dentro de unos instantes, cuando las sombras se alarguen por delante de nosotros, las explosiones sucesivas, como gritos renovados de la montaña que se desgarra, pondrán punto final a la jornada, indicando que la faena del día siguiente queda preparada.
Vuelvo la vista para contemplar una vez más el panorama admirable de las sierras cordobesas. El tapiz vegetal se hace uniforme y el sol poniente acentúa las ondulaciones del valle. Al Este, la Sierra Chica limita el horizonte; al Oeste, la pampa de Olaen semeja un inmenso mar con sus olas petrificadas.