Era hermosísima la diosa india del agua, que habitaba en su palacio de cristal del Mar de Ansenuza (nombre indígena de la Mar Chiquita). Pero era una deidad cruel y egoísta, pues la única ofrenda que la volvía propicia era el primer amor de los mancebos.
Se cuenta que un día vio llegar a la costa del lago, que era entonces de agua dulce, a un príncipe indio malherido en la guerra. Tristemente le sonrió a la diosa, lamentando no poder sobrevivir para admirar su hermosura.
Ella quedó suspensa, como sacudida por un rayo cósmico; por vez primera el embeleso del amor conmovió su alma. Pero pronto sucumbió a la desesperación al comprender el destino de su amado.
El cristalino espejo del agua se convulsionó. Un trueno, como un largo lamento, estremeció el cielo y las nubes lloraron con su diosa. El mar se convirtió en un furioso caos durante un día y una noche.
Al amanecer, el jóven se encontró en la playa. Sus heridas habían cicatrizado y al abrir los ojos, vio la increíble transformación que se había obrado en la Naturaleza. La playa era blanca y las aguas se habían vuelto turbias y saladas.
El joven recordó a la hermosa mujer que le acariciaba cuando se le iban cerrando los ojos. Ahora se sentía sano y sus nervios tensos estaban sedientos de algo.
Comenzó a avanzar por el agua, alejándose cada vez más de la costa, como si un imperativo lo impulsara. Cuando el agua cubrió su cintura comenzó a nadar. ¿A nadar? No, no nadaba, flotaba simplemente. Era como si unos brazos femeninos, con dulzura, penetrándole por la piel bronceada, le acariciaban el alma.
Y siguó así, hasta que un tenue rayo rosado del amanecer lo fue transformando en el gracil flamenco, guardián eterno del amor de la diosa del mar. Desde entonces las aguas del Mar de Ansenuza son curativas, amorosamente curativas.